Copio y pego porque Hidrocálido no tiene archivo:
Opus Mei • Monas antiguas
Agustín Lascazas
Barthes, el filósofo, no el portero (que se escribe con zeta), meditaba sobre las fotografías de su madre. Eran, señalaba, monumentos funerarios: un homenaje de lo que ya no fue, un pedazo del pasado que se queda en las manos.
Tal vez, medito yo, la mirada que echamos ayer al que éramos en el espejo. Tienen razón los que comparan los retratos antiguos, aquellos primeros daguerrotipos que el tiempo decoloró, con las lápidas de los cementerios añejos.
No hace mucho fuí a una pequeña partie a un barquito encallado a las orillas del Támesis. Eran viejos barcos de faena que se quedaron allí desde la Segunda Guerra y que pronto fueron habilitados como pequeñas casas. Antes de llegar a un puente, con la estación de Waterloo de frente (y el ir y venir de los trenes de ventanillas iluminadas), había unos edificios monumentales. Apartamentos apilados uno encima del otro; uno a cada lado. Ventanales de cortinas abiertas o cerradas, con las luces apagadas o encendidas. Una comedia humana en un multifamiliar.
Más allá, bajando una pendiente hacía el río, una iglesia con una torrecilla enana que proyectaba una larga sombra a un prado donde reinaban dos sauces. Debajo las lápidas de granito, con su extraña geometría. Cada lápida tenía un nombre y un par de fechas.
Me viene esto a la memoria hojeando un libro que me obsequiaron no hace mucho, pero que recién tomo entre mis manos. Se trata de una edición cuidadosa del ICA, con textos de Fernández Ledesma y una colección de fotografías rancias de fantasmas que habitaron este mundo hace siglo y medio.
Una de ellas, la de dos niñas de 1854, con la mirada grave de los muertos, nos habla de lo breve que es la vida. Quizá los abuelos las vieron ancianas caminar por la calle. Más adelante la fotografía de un niño zacatecano tomada en 1857, nos hace meditar de ese nuevo invento que es la niñez, pues entonces los pequeños eran eso, hombrecitos y mujercitas, que miraban a la cámara con la gravedad de sus padres. Caballeros, damas de sociedad, descendientes de la última nobleza, criollos altivos y dandys prietos, se suceden en las páginas de este libro que merece más detenimiento.
Lo primero que noto al hojear el libro, es que la gente de antes tenía cara de gente antigua, lo que suena a verdad de perogrullo, pero no lo es en cuanto a lo que estoy diciendo: es que parece que la raza ha ido mejorando, lo que me recuerda comentarios sobre esa gente que guardó abolengos y rasgos de siglos pasados, como una suegra que tuve y a la que los maledicientes llamaban, a sus esplaldas claro, la mona antigua.
Más allá de las modas y de los retoques a lápiz de los viejos ambrotipos, hay cierta melancolía en las miradas que hemos perdido en las nuestras. También está allí en esas fotografías de nobles de la aristocracia pulquera -que dijo Vasconcelos-, el dato sobre la fotografía como una cuestión de ricachones, pues sólo décadas después a alguien se le ocurrió que la gente del pueblo, los indios en calzón de manta y las tehuanas, también podrían ser fotografiadas. Luego llegó la democratización de la fotografía con sus funestas consecuencias estéticas, pero eso es otro asunto.
Supongo que el texto de Fernández debe ser delicioso, aunque dejaré para mejor ocasión su lectura, porque lo que me interesa, cuando veo una foto mía que recién me tomaron hace una semana -y que es de un fulano que ya no está aquí-, es pensar cómo verán los hombres del mañana estas fotos que nosotros suponemos la mar de modernas, radicalmente coloridas, con matices que simulan la vida de que carecen. Sonrisas que no dejan eco, abrazos que pierden su calor, luces fotoquímicas en unos ojos expresivos o tristes que son un manchón de tinta. ¿Qué dirán entonces de nuestras modas y de nuestras poses? ¿Qué opinarán de nuestros accesorios hoy modernos y que mañana serán tan obsoletos como la vieja máquina que adorna una foto de una pareja de sociedad de hace 150 años?
Basta mirar nuestras viejas fotos para ver cómo el ridículo se apodera de nosotros mismos en apenas unos años. Pero tendrán que pasar otros más para que nuestros gestos desenfadados sean vistos por los que vendrán luego, como un signo igual de elocuente que el de los nombres -los nuestros- con dos fechas inscritas en las lápidas. Hay libros hermosos que nos ponen siniestros y es mejor guardarlos, lejos de la vista, para días menos fríos en donde las reflexiones más sombrías se llenan de otro luminosidad.
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